
Por Thomas Jimmy Rosario Martínez
Tengo 71 años y aunque puedo hacer todo por mi cuenta, necesito una madre. No cualquier madre, sino la que me tocó conocer en esta existencia. A Carmen Obdulia Martínez González, conocida por «Yuya» o por sus tres hijos hasta el último día de su existencia terrenal por «mami». La forma como la llamábamos desde nuestro recuerdo no cambió porque ella o nosotros envejeciéramos.
Y puedo recordar un día como hoy porque nos aleccionó de honrar las madres en este día, reunirnos en el cementerio para llevarles flores y pensar en mejorar las tumbas y a tener un día felíz y tranquilo junto a las demás madres de la familia.
Mi madre fue un punto de referencia para todos. Aun en su cama imposibilitada nos recordaba el aprendido sacrificio de tener a su abuela bajo su responsabilidad pues la amaba como su madre al ella perder la suya a una tierna edad. Abuela Carmelita, en realidad mi bisabuela, fue perdiendo sus recuerdos y me confundía con su primo Ismael Pérez. Era también una viuda, buena madre de varios hijos que vió preceder en su desaparición física antes que ella.
Tuve la oportunidad histórica de conocer a muchos de mis antepasados, pero las mujeres y madres no fueron muchas por la línea materna, por lo que mi madre es el referente de generosidad y amor no solo para nosotros, sino para todos los primos de mi generación, pues convirtió mi casa en su hogar y refugio cuando fue necesario para ellos. Mis primas de segunda línea, mis tías de sangre y tías políticas, también excelentes madres, participaron de esa sensación familiar porque para sus hijos, era igual para ellos que la nuestra para nosotros.
Mami tenía el don de la compasión y lo era con toda persona buena que se le acercaba y estaba en necesidad. Una vez fue a un velatorio de una de las amigas que le hacía mandados y solo estuvieron allí Candí Ramos (otro ser divino) y ella. Secretamente unía familiares distanciados de personas que conocía y donde veía una necesidad, ponía su mano.
Es pertinente recordar que siempre tuvo ayuda de mucha gente. Atraía las personas por su bondad y carisma. Una de las personas que la socorría en la cocina, pues originalmente no sabía hacer nada, fue Ana Miranda Lafaye, la madre de Anilda y Liliana Torres Miranda, quien no solamente le confeccionó su bizcocho de bodas sino que le dió clases, como buena maestra que fue, de asuntos espirituales, morales y materiales, incluyendo preparar alimentos.
Mi madre era el Sancho Panza del Quijote que ha sido y es mi padre. Tuvieron el sueño de la Isla de Barataria y juntos fueron por la Mancha de Puerto Rico teniendo sueños posibles e imposibles, logrando los más importantes que fue extender la familia.
Su punto de partida y regreso fue Vega Baja. Mi padre nos enseñaba la historia y ella nuestra relación con la historia de Vega Baja de una manera maravillosa, pues se conocía los parientes y dolientes de todas las familias vegabajeñas y su proximidad con la nuestra.
Siempre falta la madre, porque pude aprender mas cosas de ella en vida si le hubiera prestado más atención y le hubiera dedicado más tiempo. Pero para mis limitaciones, lo que aprendí de ella es suficiente. La llevo donde debe estar hasta el fin de mis días. Y es una de las prendas espirituales que me contesta en mi interior cuando tengo alguna duda.
Mi madre me enseñó a usar la mente para guardar la esencia de las personas como ella y el corazón para no dejar de amarlas.
